NARRACIÓN DÉCIMA
Alibech se hace ermitaña, y el monje
Rústico la enseña a meter al diablo en el infierno, después, llevada de allí, se
convierte en la mujer de Neerbale.
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Dioneo, que diligentemente la historia de la reina
escuchado había, viendo que estaba terminada y que sólo a él le faltaba novelar,
sin esperar órdenes, sonriendo, comenzó a decir:
-Graciosas señoras, tal vez nunca
hayáis oído contar cómo se mete al diablo en el infierno, y por ello,
sin apartarme casi del argumento sobre el que vosotras todo el día habéis
discurrido, os lo puedo decir: tal vez también podáis salvar a vuestras almas
luego de haberlo aprendido, y podréis también conocer que por mucho que Amor en
los alegres palacios y las blandas cámaras más a su grado que en las pobres
cabañas habite, no por ello alguna vez deja de hacer sentir sus fuerzas entre
los tupidos bosques y los rígidos alpes, por lo que comprender se puede que a su
potencia están sujetas todas las cosas.
Viniendo, pues, al asunto, digo que en la ciudad de
Cafsa, en Berbería, hubo hace tiempo un hombre riquísimo que, entre otros hijos,
tenía una hijita hermosa y donosa cuyo nombre era Alibech; la cual, no siendo
cristiana y oyendo a muchos cristianos que en la ciudad había alabar mucho la fe
cristiana y el servicio de Dios, un día preguntó a uno de ellos en qué materia y
con menos impedimentos pudiese servir a Dios. El cual le repuso que servían
mejor a Dios aquellos que más huían de las cosas del mundo, como hacían quienes
en las soledades de los desiertos de la Tebaida se habían retirado.
La joven, que simplicísima era y de edad de unos catorce
años, no por consciente deseo sino por un impulso pueril, sin nada decir a
nadie, a la mañana siguiente hacia el desierto de Tebaida, ocultamente, sola, se
encaminó; y con gran trabajo suyo, continuando sus deseos, después de algunos
días a aquellas soledades llegó, y vista desde lejos una casita, se fue a ella,
donde a un santo varón encontró en la puerta, el cual, maravillándose de verla
allí, le preguntó qué es lo que andaba buscando. La cual repuso que, inspirada
por Dios, estaba buscando ponerse a su servicio, y también quién la enseñara
cómo se le debía servir. El honrado varón, viéndola joven y muy hermosa,
temiendo que el demonio, si la retenía, lo engañara, le alabó su buena
disposición y, dándole de comer algunas raíces de hierbas y frutas silvestres y
dátiles, y agua a beber, le dijo:
-Hija mía, no muy lejos de aquí hay un santo varón que en
lo que vas buscando es mucho mejor maestro de lo que soy yo: irás a
él.
Y le enseñó el camino; y ella, llegada a él y oídas de
éste estas mismas palabras, yendo más adelante, llegó a la celda de un ermitaño
joven, muy devota persona y bueno, cuyo nombre era Rústico, y la petición le
hizo que a los otros les había hecho. El cual, por querer poner su firmeza a una
fuerte prueba, no como los demás la mandó irse, o seguir más adelante, sino que
la retuvo en su celda; y llegada la noche, una yacija de hojas de palmera le
hizo en un lugar, y sobre ella le dijo que se acostase. Hecho esto, no tardaron
nada las tentaciones en luchar contra las fuerzas de éste, el cual,
encontrándose muy engañado sobre ellas, sin demasiados asaltos volvió las
espaldas y se entregó como vencido; y dejando a un lado los pensamientos santos
y las oraciones y las disciplinas, a traerse a la memoria la juventud y la
hermosura de ésta comenzó, y además de esto, a pensar en qué vía y en qué modo
debiese comportarse con ella, para que no se apercibiese que él, como hombre
disoluto, quería llegar a aquello que deseaba de ella.
Y probando primero con ciertas preguntas, que no había
nunca conocido a hombre averiguó y que tan simple era como parecía, por lo que
pensó cómo, bajo especie de servir a Dios, debía traerla a su voluntad. Y
primeramente con muchas palabras le mostró cuán enemigo de Nuestro Señor era el
diablo, y luego le dio a entender que el servicio que más grato podía ser a Dios
era meter al demonio en el infierno, adonde Nuestro Señor le había condenado. La
jovencita le preguntó cómo se hacía aquello; Rústico le dijo:
-Pronto lo sabrás, y para ello harás lo que a mí me veas
hacer. Y empezó a desnudarse de los pocos vestidos que tenía, y se quedó
completamente desnudo, y lo mismo hizo la muchacha; y se puso de rodillas a
guisa de quien rezar quisiese y contra él la hizo ponerse a ella. Y estando así,
sintiéndose Rústico más que nunca inflamado en su deseo al verla tan hermosa,
sucedió la resurrección de la carne; y mirándola Alibech, y maravillándose,
dijo:
-Rústico, ¿qué es esa cosa que te veo que así se te sale
hacia afuera y yo no la tengo?
-Oh, hija mía -dijo Rústico-, es el diablo de que te he
hablado; ya ves, me causa grandísima molestia, tanto que apenas puedo
soportarlo.
Entonces dijo la joven:
-Oh, alabado sea Dios, que veo que estoy mejor que tú,
que no tengo yo ese diablo.
Dijo Rústico:
-Dices bien, pero tienes otra cosa que yo no tengo, y la
tienes en lugar de esto.
Dijo Alibech:
-¿El qué?
Rústico le dijo:
-Tienes el infierno, y te digo que creo que Dios te haya
mandado aquí para la salvación de mi alma, porque si ese diablo me va a dar este
tormento, si tú quieres tener de mí tanta piedad y sufrir que lo meta en el
infierno, me darás a mí grandísimo consuelo y darás a Dios gran placer y
servicio, si para ello has venido a estos lugares, como dices.
La joven, de buena fe, repuso:
-Oh, padre mío, puesto que yo tengo el infierno, sea como
queréis.
Dijo entonces Rústico:
-Hija mía, bendita seas. Vamos y metámoslo, que luego me
deje estar tranquilo.
Y dicho esto, llevada la joven encima de una de sus
yacijas, le enseñó cómo debía ponerse para poder encarcelar a aquel maldito de
Dios.
La joven, que nunca había puesto en el infierno a ningún
diablo, la primera vez sintió un poco de dolor, por lo que dijo a
Rústico:
-Por cierto, padre mío, mala cosa debe ser este diablo, y
verdaderamente enemigo de Dios, que aun en el infierno, y no en otra parte,
duele cuando se mete dentro.
Dijo Rústico:
-Hija, no sucederá siempre así.
Y para hacer que aquello no sucediese, seis veces antes
de que se moviesen de la yacija lo metieron allí, tanto que por aquella vez le
arrancaron tan bien la soberbia de la cabeza que de buena gana se quedó
tranquilo.
Pero volviéndole luego muchas veces en el tiempo que
siguió, y disponiéndose la joven siempre obediente a quitársela, sucedió que el
juego comenzó a gustarle, y comenzó a decir a Rústico:
-Bien veo que la verdad decían aquellos sabios hombres de
Cafsa, que el servir a Dios era cosa tan dulce; y en verdad no recuerdo que
nunca cosa alguna hiciera yo que tanto deleite y placer me diese como es el
meter al diablo en el infierno; y por ello me parece que cualquier persona que
en otra cosa que en servir a Dios se ocupa es un animal.
Por la cual cosa, muchas veces iba a Rústico y le
decía:
-Padre mío, yo he venido aquí para servir a Dios, y no
para estar ociosa; vamos a meter el diablo en el infierno.
Haciendo lo cual, decía alguna vez:
-Rústico, no sé por qué el diablo se escapa del infierno;
que si estuviera allí de tan buena gana como el infierno lo recibe y lo tiene,
no se saldría nunca.
Así, tan frecuentemente invitando la joven a Rústico y
consolándolo al servicio de Dios, tanto le había quitado la lana del jubón que
en tales ocasiones sentía frío en que otro hubiera sudado; y por ello comenzó a
decir a la joven que al diablo no había que castigarlo y meterlo en el infierno
más que cuando él, por soberbia, levantase la cabeza:
-Y nosotros, por la gracia de Dios, tanto lo hemos
desganado, que ruega a Dios quedarse en paz.
Y así impuso algún silencio a la joven, la cual, después
de que vio que Rústico no le pedía más meter el diablo en el infierno, le dijo
un día:
-Rústico, si tu diablo está castigado y ya no te molesta,
a mí mi infierno no me deja tranquila; por lo que bien harás si con tu diablo me
ayudas a calmar la rabia de mi infierno, como yo con mi infierno te he ayudado a
quitarle la soberbia a tu diablo.
Rústico, que de raíces de hierbas y agua vivía, mal podía
responder a los envites; y le dijo que muchos diablos querrían poder
tranquilizar al infierno, pero que él haría lo que pudiese; y así alguna vez la
satisfacía, pero era tan raramente que no era sino arrojar un haba en la boca de
un león; de lo que la joven, no pareciéndole servir a Dios cuanto quería, mucho
rezongaba. Pero mientras que entre el diablo de Rústico y el infierno de Alibech
había, por el demasiado deseo y por el menor poder, esta cuestión, sucedió que
hubo un fuego en Cafsa en el que en la propia casa ardió el padre de Alibech con
cuantos hijos y demás familia tenía; por la cual cosa, Alibech, de todos sus
bienes quedó heredera. Por lo que un joven llamado Neerbale, habiendo en
magnificencias gastado todos sus haberes, oyendo que ésta estaba viva,
poniéndose a buscarla y encontrándola antes de que el fisco se apropiase de los
bienes que habían sido del padre, como de hombre muerto sin herederos, con gran
placer de Rústico y contra la voluntad de ella, la volvió a llevar a Cafsa y la
tomó por mujer, y con ella de su gran patrimonio fue heredero.
Pero preguntándole las mujeres que en qué servía a Dios
en el desierto, no habiéndose todavía Neerbale acostado con ella, repuso que le
servía metiendo al diablo en el infierno y que Neerbale había cometido un gran
pecado con haberla arrancado a tal servicio.
Las mujeres preguntaron:
-¿Cómo se mete al diablo en el infierno?
La joven, entre palabras y gestos, se lo mostró; de lo
que tanto se rieron que todavía se ríen, y dijeron:
-No estés triste, hija, no, que eso también se hace bien
aquí, Neerbale bien servirá contigo a Dios Nuestro Señor en eso.
Luego, diciéndoselo una a otra por toda la ciudad,
hicieron famoso el dicho de que el más agradable servicio que a Dios pudiera
hacerse era meter al diablo en el infierno; el cual dicho, pasado a este lado
del mar, todavía se oye. Y por ello vosotras, jóvenes damas, que necesitáis la
gracia de Dios, aprended a meter al diablo en el infierno, porque ello es cosa
muy grata a Dios y agradable para las partes, y mucho bien puede nacer de ello y
seguirse.
*
Mil veces o más había movido a risa la historia de Dioneo
a las honestas damas, tales y de tal manera les parecían sus palabras; por lo
que, llegado él a la conclusión de ésta, conociendo la reina que el término de
su señorío había llegado, quitándose el laurel de la cabeza, muy placenteramente
lo puso sobre la cabeza de Filostrato, y dijo:
-Pronto veremos si el lobo sabe mejor guiar a las ovejas
que las ovejas han guiado a los lobos.
Filostrato, al oír esto, dijo riéndose:
-Si me hubieran hecho caso, los lobos habrían enseñado a
las ovejas a meter al diablo en el infierno no peor de lo que hizo Rústico con
Alibech; y por ello no nos llaméis lobos porque no habéis sido ovejas, pero
según me ha sido concedido, gobernaré el reino que se me ha encomendado.
A quien Neifile contestó:
-Oye, Filostrato; habríais, queriéndonos enseñar, podido
aprender sensatez como aprendió Masetto de las monjas y recuperar el habla en
tal punto que los huesos sin dueño habrían aprendido a silbar.
Filostrato, conociendo que había allí no menos hoces que
dardos tenía él, dejando el bromear, a dedicarse al gobierno del reino
encomendado empezó; y haciendo llamar al senescal, en qué punto estaban todas
las cosas quiso oír, y además de esto, según lo que pensó que estaría bien y que
debía satisfacer a la compañía, por cuanto su señorío durase, discretamente
dispuso, y después, dirigiéndose a las señoras, dijo:
-Amorosas señoras, por mi desventura, pues que mucho
dolor he conocido, siempre por la hermosura de alguna de vosotras he estado
sujeto a Amor, y ni el ser humilde ni el ser obediente ni el secundarlo como
mejor he podido conocer en todas sus costumbres, me ha valido sino primero ser
abandonado por otro y luego andar de mal en peor, y así creo que andaré de aquí
a la muerte, y por ello no de otra materia me place que se hable mañana sino de
lo que a mis casos es más conforme, esto es, de aquellos cuyos amores tuvieron
infeliz final, porque yo con el tiempo lo espero infelicísimo, y no por otra
cosa el nombre con que me llamáis, por quienes bien sabían lo que decían, me fue
impuesto.
Y dicho esto, poniéndose en pie, hasta la hora de la cena
dio a todos licencia. Era tan hermoso el jardín y tan deleitable que no hubo
ninguna que eligiera salir de él para mayor placer hallar en otra parte; así, no
causando el sol, ya tibio, ninguna molestia para seguirlos, a los cabritillos y
los conejos y los otros animales que estaban en él y que, mientras estaban
sentados unas cien veces, saltando por medio de ellos, habían venido a
molestarlos, se pusieron algunos a seguir.
Dioneo y Fiameta comenzaron a cantar sobre micer
Guglielmo y la Dama del Vergel, Filomena y Pánfilo se pusieron a jugar al
ajedrez, y así, quién haciendo esto, quién haciendo aquello, pasándose el
tiempo, apenas esperada, la hora de la cena llegó; por lo que, puestas las mesas
en torno a la bella fuente, allí con grandísimo deleite cenaron por la noche.
Filostrato, por no salir del camino seguido por quienes reinas antes que él
habían sido, cuando se levantaron las mesas, mandó que Laureta guiase una danza
y cantase una canción; la cual dijo:
-Señor mío, canciones de los demás no sé, ni de las mías
tengo en la cabeza ninguna que sea lo bastante conveniente a tan alegre
compañía; si queréis de las que sé, las cantaré de buena gana.
El rey le dijo:
-Nada de lo tuyo podría ser sino bello y placentero, y
por ello, lo que sepas, cántalo.
Laureta, con voz asaz suave, pero con manera un tanto
lastímera, respondiéndole las demás, comenzó así.
- Nadie tan desolada
- como yo ha de quejarse,
- que triste, en vano, gimo enamorada.
- Aquel que mueve el cielo y toda estrella
- me formó a su placer
- linda, gallarda, y tan graciosa y bella,
- para aquí abajo al intelecto ser
- una señal de aquella
- belleza que jamás deja de ver,
- mas el mortal poder,
- conociéndome mal,
- no me valora, soy menospreciada.
- Ya hubo quien me quiso y, muy de grado,
- siendo joven me abrió
- sus brazos y su pecho y su cuidado,
- y en la luz de mis ojos se inflamó,
- y el tiempo (que afanado
- se escapa) a cortejarme dedicó,
- y siendo cortés yo
- digna de él supe hacerme,
- pero ahora estoy de aquel amor privada.
- A mí llegó después, presuntuoso,
- un mozalbete fiero
- reputándose noble y valeroso,
- su prisionera soy, y el traicionero
- hoy se ha vuelto celoso;
- por lo que, triste, casi desespero,
- puesto que verdadero
- es que, viniendo al mundo
- por bien de muchos, de uno soy guardada.
- Maldigo mi ventura
- que, por cambiarme en esta
- veste respondí sí de aquella oscura
- en que alegre me vi, mientras con ésta
- llevo una vida dura,
- mucho menor que la pasada honesta.
- ¡Oh dolorosa fiesta,
- antes muerta me viese
- que haber sido en tal caso desgraciada!
- Oh caro amante, con quien fui primero
- más que nadie dichosa,
- que ahora en el cielo ves al verdadero
- creador, mírame con tu piadosa
- bondad, ya que por otro
- no te puedo olvidar, haz la amorosa
- llama arder por mí, ansiosa,
- y ruega que yo vuelva a esa morada.
Aquí puso fin Laureta a su canción, que, oída por todos,
diversamente por cada uno fue entendida; y los hubo que entendieron a la
milanesa que mejor era un buen puerco que una bella moza; otros fueron de más
sublime y mejor y más verdadero intelecto, sobre el que al presente no es propio
recitar.
El rey, después de ésta, sobre la hierba y entre las
flores habiendo hecho encender muchas velas dobles, hizo cantar otras hasta que
todas las estrellas que subían comenzaron a caer; por lo que, pareciéndole
tiempo de dormir, mandó que con las buenas noches cada uno a su alcoba se
fuese.
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